Jueces, fiscales y juicios: ÉTICA Y ESTÉTICA

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02/6/2015 00:00
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Actualizado: 02/6/2015 00:00
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Susana Gisbert Grifo, fiscal

Leía hace nada en estas mismas páginas –o mejor dicho, pantallas- un interesante artículo de opinión acerca de la estética de los juicios, y en particular del modo en que jueces y fiscales se sitúan en los momentos previos al mismo y la impresión que ello puede producir. Y digo interesante porque tal me parecen todas las opiniones, aunque no las comparta, como es el caso, siempre que sean respetuosas. Y de todo se aprende.

Pero como la libertad de expresión es lo que tiene, por fortuna, decidí ejercitar la mía, y contar por qué no comparto tales afirmaciones, o la mayoría de ellas. Y he de reconocer que mi sugerencia fue recibida al instante. Así que ahí va.

A jueces y fiscales se nos atribuye una costumbre como antiestética, la de estar o permanecer en la sala de vistas antes que los letrados, y que éstos nos encuentren allí en amigable conversación. En cuanto a lo primero, justo es reconocer que es lo que ocurre habitualmente, aunque no sea exactamente una costumbre, como veremos. En cuanto a lo segundo, ni siempre ocurre ni tiene por qué ocurrir. Ni siempre hay conversación ni siempre es amigable. Pero ésa es otra cuestión.

Lo bien cierto es que al decir que puede generar cierta desconfianza al justiciable observar que juez y fiscal están, por así decirlo, a partir un piñón, parece olvidarse la misión del Ministerio Fiscal en nuestro Derecho y, desde luego, que tener buena sintonía no empece en absoluto la imparcialidad ni la profesionalidad de uno u otro, como tampoco la obstaculiza tenerla con uno o varios de los Letrados. Pero vayamos por partes.

Parece que se está partiendo de un supuesto concreto: los juicios penales, en que hay un solo señalamiento. Y que, además, se toma el cliché que muchos conocen a través de la cultura audiovisual de películas y series americanas, cuyo modelo jurídico es bien diferente al nuestro. Y se está olvidando que un altísimo porcentaje de los juicios que se celebran en España no son en salas de vistas de los más altos tribunales ni en sesión única. Qué más quisiéramos, la verdad. La mayoría de nuestro trabajo se desarrolla en salas de vistas de pueblos y ciudades que celebran una docena de juicios –si hablamos de Juzgados de lo Penal- o hasta treinta o cuarenta –si se trata de juicios de faltas, que pronto se convertirán en juicios por delitos leves, o mejor “levitos”- por sesión diaria. ¿Se imaginan al fiscal saliendo y entrando cuarenta veces de la sala, teniendo en cuenta que no tiene despacho en esa sede? ¿Qué puede hacer si no tiene ni una triste silla en el ínterin entre juicio y juicio si hay alguna suspensión? ¿Y cómo combinamos esto con el hecho de que los fiscales estén adscritos a un juzgado, precisamente ése donde están celebrando?. No parece razonable ni operativo, por más que se aleguen motivos estéticos.

Pero la cuestión es mucho más profunda, además de estos inconvenientes meramente logísticos. Y es que el Ministerio Fiscal, tal como lo configura nuestra Constitución, no es una parte sin más. Hace ya mucho tiempo que se superó la figura del fiscal como un mero acusador público, y su papel es asumir la defensa de la legalidad. Y no solo en el procedimiento penal. Los fiscales también intervenimos en el proceso civil, en el de Menores –con un papel esencial, ya que nos corresponde la instrucción- y en multitud de materias donde lo que se ventila es un interés público o la defensa de los derechos, como ocurre en materia contencioso administrativa o social. Y este papel es lo que nos convierte en algo diferente de una parte del procedimiento. No se es más ni menos, sino diferente, o, dicho en términos más pedantes, no es un plus sino un aliud. Por eso precisamente la propia ley establece que el Ministerio Fiscal está integrado con autonomía en el poder judicial. Por más que algunos no lo crean.

Ciertamente, no estamos en Estados Unidos. Y los países de nuestro entorno jurídico contemplan la figura del Ministerio Fiscal en pie de igualdad con la de los jueces, como miembros de una carrera única, y con pasarelas de ida y vuelta a una y otra carrera. Nuestro sistema no llega a esos extremos, pero la oposición es única, y se elige una vez aprobado la pertenencia a uno u otro cuerpo. Y en el ámbito militar, por ejemplo, sí que hay carrera única. Por eso se puede afirmar que no se trata de una parte sin más, sino que es una función que va mucho más allá y como tal debe tratarse. En todo, incluido el vestuario, por supuesto, toga, placa y puñetas o no según la categoría. Y es precisamente la Ley Orgánica del Poder Judicial la que afirma sin género de dudas que jueces y fiscales son iguales en cargos, honores y tratamientos. Y otro tanto ocurre en los actos públicos, donde las más altas autoridades de ambas carreras deben ocupar sitio parejo, lo que algunas veces ha ocasionado algún desacuerdo, por cierto. ¿Acaso se imagina alguien a la Fiscal General del Estado saliendo de un acto público hasta que entren todos los magistrados? Pues eso.

Pero es que, además, la ley no establece eso. Nuestro ya vetusto Reglamento –de 1969, nada menos- establecía que el fiscal esperaría en su despacho hasta ser avisado para acudir a la Sala. Y en los principios de mi actividad profesional, alguna vez ví hacerlo así, aunque hace mucho tiempo que de eso nada de nada, porque además es inviable. El despacho del fiscal puede estar perfectamente a cien kilómetros de la sala de vistas en cuestión.

Pero como todo no va a ser echarnos flores, también hay que hacer autocrítica, o sana crítica, si se prefiere. Porque una cosa es una conversación educada, y otra que nos encuentren en franco compadreo, risas incluidas, al llegar abogados o imputados. Y eso sí que no, que las formas y el respeto hay que cuidarlos, como es de sentido común. Recuerdo hace años que una juez contaba que, desde que oyó como los médicos que la operaban de menisco, con anestesia local, discutían sobre fútbol en lugar de fijarse en su rodilla, decidió ser más cuidadosa en la sala por no causar el mismo efecto. Afortunadamente, he de decir que tanto ella como su rodilla siguen perfectamente. Pero el ejemplo es muy gráfico. Tampoco parece razonable permanecer en la sala mientras los magistrados deliberan, o que ellos lo hagan en presencia del fiscal, pero esto es pura sensatez. Y también lo es permitir que letrados y fiscal puedan pactar una conformidad sin la presencia del juez que ha de juzgar, sea él quien se retire, o seamos los otros. Y así me consta que se hace en muchos casos.

No obstante, quizás si nos retrotraemos a un momento anterior al juicio, podamos tener una perspectiva diferente que nos permita vislumbrar la especialidad de nuestra labor. Y así, en la guardia, el fiscal aún no puede ser parte, porque todavía no ha tomado una decisión. Está presente en la declaración, hace sus preguntas, escucha las de lo demás y, a la vista de todo ello, toma la decisión que proceda sobre si acusa o pide el sobreseimiento, o si pide prisión o libertad, o solicita una orden de protección o no lo hace. Y esa decisión es esencial para determinar la marcha del procedimiento. Se siente donde se siente. Es más, incluso ambos, juez y fiscal, nos salimos discretamente cuando traen al detenido para que pueda entrevistarse reservadamente con su Letrado, porque hacerlo en un pasillo poco tiene de reservado. Así que somos nosotros quienes vamos al pasillo, y tampoco pasa nada. Ni se nos caen los anillos, vaya que no.ç

Por todo ello, hay que concluir que no se pueden simplificar las cosas y pretender que los juicios sean como los que vemos en televisión, porque nada es del todo blanco o del todo negro. Salvo las togas, claro. Del juez, del fiscal y del secretario judicial, pero también del abogado y del procurador.

Y así son las cosas, a mi entender. Tal vez sea orgullo, pero tampoco pasa nada por enorgullecerse de la profesión que una ejerce lo mejor que puede. Probablemente, estaría igual de orgullosa de ser juez, o secretaria judicial, y hasta tornero fresador, pero no es el caso. Y si nosotros mismos no nos reivindicamos, no creo que nadie vaya a venir a hacerlo. Pero igual me equivoco.

 

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